La teoría de una práctica
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Analía Gerbaudo
[Esta reseña se publicó originalmente en la revista El taco en la brea, Nro. 22, julio-noviembre de 2025]
«¿Qué pasa? ¿Ya terminó?»: estas preguntas se hizo Javier Gasparri hace ya varios años, cuando cursaba la carrera de letras en la Universidad Nacional de Rosario y tomaba clases con María Teresa Gramuglio. Las traigo porque aplican a lo que me pasó con El hombre que vio al oso.
Si nos dejáramos llevar solo por los títulos de algunos de los libros de Nora no podríamos determinar, a decir verdad, si estamos ante literatura o estudios críticos. No obstante, entrar en este jueguito de las clasificaciones acaso desatienda la potencia de un gesto: el de la escritora. Esa que, sutil y oblicua, despliega (como lo hiciera ese Borges del que se ocupa) la teoría en la que se apoya su práctica mientras se desentiende de esta y otras improductividades.
Si me apuran un poco diría que el primer gran texto firmado por Nora fue «Pasos de un peregrino. Biografía intelectual de Adolfo Prieto». Y digo «gran texto» apelando a argumentos que glosan, otra vez, principios borgeanos: nos encontramos no solo con «la buena claridad de la prosa» y la «precisión de los datos» sino también con inteligentes análisis dominados por la «invención». Esa que solo quien tiene en su cabeza las premisas que orientan su práctica, puede desplegar.
Esas premisas son las que, sin anunciarlas como tales, reúne en El hombre que vio al oso. Un libro teórico y metodológico fuertemente inspirado por ese otro libro teórico y metodológico que tampoco pretendió serlo y que atraviesa los ensayos aquí reunidos: Trois ans avec Derrida. Les carnets d’un biographe de Benoit Peeters que funciona respecto de su monumental Derrida como El hombre que vio al oso respecto de las biografías que Nora ha firmado, es decir, como los lugares donde se sistematiza teóricamente un hacer convertido, así, en objeto de reflexión.
Decisiones
En este libro Nora escribe sobre biógrafos que inspiraron tanto sus formulaciones como sus ejercicios en el género en cuestión. Me arriesgo a considerarlos, en buena medida, una suerte de modelos que reagrupa mientras insinúa las operaciones que rescata, los protocolos que evita y también, el tipo de biografía que rechaza. Y por si algo le faltara, justifica obsesivamente cada hipótesis con múltiples ejemplos que, entre tantas otras cosas, dan cuenta del afanoso trabajo de composición de cada texto de este libro. Ese que se puede entrever si se atiende al índice y su estructura minimal, poética: enmarcado por dos ensayos con títulos brevísimos (tan solo dos palabras: un sustantivo que se repite para variar el adjetivo que lo acompaña —solo al finalizar la lectura sabremos las razones de esa diferencia—) y con la promesa enigmática que abren otros siete títulos apenas un poco más extensos. Esos dos ensayos contienen premisas teóricas importantes que, no obstante, se completan con las deslizadas en los otros (en particular, en «Una suma de posibles»). Repaso algunas de las que se deriva una metodología en el sentido derridiano del término, a saber: una «marcha que se sigue al andar» que, por insistencia, revela sus regularidades y, por lo tanto, los principios que la sostienen. Entre otras, encontramos las siguientes: estricta selección de lo que incluye en el cuento que cuenta mientras compone sus biografías (economía que evita «caer en abundancias» que fatiguen no solo la paciencia sino, en especial, el deseo de lxs lectorxs de seguir el hilo de la historia); estratégica incursión en «detalles» y curiosidades que le aportan a la trama un «relieve circunstancial» no exento de «atracción dramática»; «jugada» delimitación de fechas que no esquivan la interpretación, cargada de hipótesis que justifican esas delimitaciones; sofisticada combinación de «datos duros entre los datos duros» y notitas adventicias que revelan, entre otras cosas, el esmero y el cariño con que Nora compone a sus personajes; escritura que repele los «giros formateados» para proponerle a lxs lectorxs, con cada texto, un viraje inusitado que los mantiene en vilo mientras estimula su curiosidad y, por sobre todas las cosas, atrapantes narraciones a partir de las cuales se inventa un espigón: ¿cómo no reconocer en sus «cuentos» uno de los conceptos más importantes sobre el género biográfico? Un espigón que desliza a la par de sus recomendaciones sobre los usos de la correspondencia y los modos de exprimir las entrevistas al momento de construir las biografías.
Escribir (auto)bio-grafías: contar el cuento
«Cualquier sondeo compositivo de una vida juega su autenticidad más en la imaginación narrativa que en el archivo (entendido en un sentido amplio: documentos, testimonios, biografías)», afirma Nora en «Genios pobres», el capítulo con el que cierra su libro. Ese que envía, como en círculo, al inicial: «Genios breves». Extraigo los principios que abonan su teoría de las bio-grafías como auto-bio-grafías:
Atmósferas, estado de ánimo e historia son piezas clave de cualquier mecánica biográfica. En su puesta en función, esa mecánica puede articular vidas totales, decimonónicas, paradigmas de una época, o vidas fragmentarias, experimentales, más breves y mucho menos señeras (...). Ánimo y atmósfera son los del biografiado y su tiempo, y los del biógrafo y su tiempo. (pp. 179–180)
¿Cómo no reconocer su fragmentaria auto-bio-grafía intelectual o el cuaderno de notas de esa biógrafa en la que se convirtió mientras escribía, entre otros, sus estudios introductorios a las obras de Emilia Bertolé y de Adolfo Prieto publicadas por la Editorial Municipal de Rosario entre 2006 y 2016 respectivamente? Notas que se condensan en «Una suma de posibles», capítulo que también podría haberse titulado «Mis años con Adolfo»: fue, sin lugar a dudas, ese trabajo paciente, minucioso y obsesivo labrado durante diez largos años el que le permitió construir sus aprendizajes más importantes entre los que descolla, como tantas veces nos ha repetido Nora Catelli a Max Hidalgo y a mí, el desafío ético, intelectual y afectivo de escribir sobre los vivos.
Un regalo lingüístico...
Me salgo de la vaina por transcribir algunas palabras que anoté en mi libretita rotulada «palabras lindas». Sí, colecciono palabras. En especial, las que tienen una resonancia que las desencaja del lenguaje de hormigón en que suelen caer los textos que escribimos lxs académicxs («hojarasca», los llamaba María Teresa Gramuglio: textos burocráticos y previsibles y exentos de imaginación y, por si fuera poco, aplastados por los tecnicismos de la jerga). ¿No es fascinante que, además de todo lo previo, nos encontremos aquí con palabritas y expresiones como pispiar, tranco corto, charlatán, paseandero, alharaca, picarón, antojadiza, agarrar viaje, compinche, sucucho, sesuda, nadie se anda con chiquitas?
Y un gesto...
¿Quién no fantaseó con piantar, de una vez por todas, con tanto protocolo? Nora no imagina: hace. Y quien escribe, le copia hasta donde puede.








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